Ayer, después de muchos meses, cuando entré y volví a oler
ese olor que todo lo impregnaba, me hizo entristecerme porque sabia que ya no volvería.
Iba a buscar mis cosas para dejar un hueco a otra persona.
Cada tarde, al cruzar la puerta, era como adentrarse en otro
mundo. Otro mundo que ninguno me podía
quitar, un refugio donde era yo misma. Donde no existía el tiempo, ni la
tristeza, ni el estrés de esta vida. Todo infundía paz. La música lenta, los
silencios de vez en cuando, la luz del atardecer arrastrándose por las paredes
hasta desaparecer.
En ese pequeño ático, tan acogedor, soñé y soñé. Nadie te
puede prohibir soñar. Pero es que allí parecía que los sueños se hacían
realidad. Cada pincelada se convertía en un recuerdo y poco a poco crecía la
ilusión. Allí descubrí que el mundo es mucho más bello de lo que parece y de lo que
incluso podemos llegar a imaginarnos. Fue en este lugar donde mis ojos
volvieron a adquirir una nueva luz. Donde aprendí a mirar de forma distinta
todo lo que me rodea. Gracias a esas cuatro paredes mis aspiraciones crecieron,
Pero todo no es eterno, y tuve que hacer las maletas y salir
de allí, con las lágrimas guardadas. Guardadas porque no me voy triste del
todo. En esta maleta llevo esa ilusión, esa luz, esos sueños y allí donde vaya
los sacaré para que aquella alma que esté a mi lado pueda disfrutar de lo
mismo. Y si sus ojos no alcanzan a ver lo que yo veo, sacaré mi paleta también
y, pintaré en ellos lo que falta para que cada día se levante con una sonrisa pensando
que su mundo ha cambiado.
Comentarios
Publicar un comentario